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Una novela con un encanto atemporal

El 20 de junio publicaremos la novela Rosas a crédito, de la escritora ruso-francesa Elsa Triolet, publicada originalmente en francés en 1959, y por primera vez, ahora, publicada en español en Estados Unidos. Esta historia, de una vigencia extraordinaria, se trata de una antinovela rosa, que combina magistralmente una hermosa historia de amor, con el trasfondo de una sociedad de consumo emergente en la Francia de la posguerra, en la década de los 50 del siglo XX. Aquí, para los lectores, compartimos el primer capítulo.



Un universo destrozado



Era esa maligna hora crepuscular en que, antes de la ciega noche, se ve mal y en falso. El camión detenido en una pequeña carretera, al fondo de un silencio frío, algodonoso y húmedo, había quedado en una posición oblicua del lado de lo que venía a ser una apariencia de cabaña. El crepúsculo ensuciaba el cielo, el camino hundido con sus charcos de agua, las crestas de una empalizada, y un seto de espinos finamente enmarañados como cabellos grises enrollados en los dientes de un peine. Detrás un perrazo, también sarnoso, de raza indecisa, arrastraba su cadena con un ruido solitario. Su pelambre estaba pegajosa por el fango del terreno, un fango tenaz en el que se advertía la puntera de un zueco de niño, aprisionada. Este fango retenía también una rueda de bicicleta sin goma, un cubo, un orinal, otras cosas, indistintas... Al fondo, la cabaña, como una gran caja vieja y sucia, era un conjunto de tablas sin cepillar claveteadas entre sí. No se veía luz en la ventana de vidrios extrañamente intactos en medio de un universo destrozado. Hacía rato que debieron ser encendidas las luces de atrás del camión al que la noche acababa de borrar sobre su negro manto, pero el asiento del camionero estaba vacío. La única cosa viviente aquí era el humo color de crepúsculo que se escapaba de un tubo de latón enmohecido instalado en el techo de la cabaña.

Los seis chiquillos aparecieron en el recodo que salía de la carretera central. Hablaban en voz baja: “¿Quién será ese mecánico...?” “¿Pues es un larguirucho...?” “¿Viste el número del camión...?” “No sé...” “¿Qué hacemos? No vamos a dispararnos en la ida y la vuelta...” “¡Cierra el pico!” “Yo me voy...” Una pequeña silueta se separó del grupo y volvió sobre sus pasos. Los otros cinco muchachos siguieron caminando y pasaron la cerca... Detrás de ésta había una especie de colgadizo en que se amontonaban haces de leña, y podía esconderse allí sin ser visto de la casa. El perro quiso ladrar, le dieron un manotazo y se limitó a lamer a los chiquillos con un tintineo de cadena contra piedras invisibles. Sin decir palabra los chiquillos se instalaron sobre un muro lo mismo que pájaros sobre los hilos del tendido telefónico.

Ya era de noche cuando se abrió la puerta de la cabaña y un paso de hombre se encaminó pesadamente hacia el camión. Sus luces pusieron a la vista las piedras del camino, el fango, los charcos de agua... El camión arrancó con estrépito con sus luces de atrás encendidas sin que los chiquillos hubiesen podido ver al chofer. Lo mismo que el agua sobre una piedra, el silencio cayó sobre la algarabía.

Pasó su buen rato antes de que la ventana se iluminara y que en el umbral apareciera la madre: Marie Peigner, nacida Vènin.

—¡Acaben de entrar —gritó en la oscuridad—, los va a coger la pelona…!

Salieron de atrás del montón de leña. Marie los contaba a medida que entraban:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¡De nuevo falta Martine! ¡Esta condenada me va a matar!

Los cuatro muchachos y la niña se sentaron a la mesa. Una lámpara de suspensión, de petróleo, se balanceaba peligrosamente por encima de sus cabezas. Sobre un fogón de hierro fundido, calentado al rojo, un puchero se cocinaba lentamente y todo eso olía a leña y a sopa. Los chicos tenían entre tres y quince años, todos con las manos sucias y agrietadas por los sabañones; la nariz moquillenta y el pelo tirando a rubio. La mayor, de quince años, debilucha, tenía una boca de comisuras caídas como bigotes colgantes. Los tres muchachos que la seguían en edad se parecían a tres ranas saltarinas y solo el pequeñín se parecía a la madre. Era el más agraciado.

Una mujercita de cabellos encrespados, como rayos de sol en torno a una cara todavía tersa, serena, con la frente abombada, una naricilla y una boca siempre sonriente. De haberles dado el pecho a sus hijos, estos se le habían puesto largos y fláccidos, eso se advertía debajo de un jersey cuyo color original había sido de un verde manzana. Una chaqueta de hombre con los codos desgarrados y una falda de algodón. Sin medias y en chanclas tenía que ser muy fuerte para, aparentemente, no sufrir de estar tan poco abrigada con semejante tiempo. Servía el puchero en platos como esos que los bodegueros dan de contra, con flores rosadas, mellados y rajados. Los chiquillos la miraban trajinar, inmóviles, mudos, devorando su impaciencia, con el ojo puesto en el cucharón, como los perros que esperan la sopa sentados sobre sus patas traseras. Solo pudieron echarse sobre la comida cuando todo el mundo estuvo servido. La madre impedía con sonoros y expresivos llamamientos al orden que procedieran de otra forma. Por un rato solo se oyó masticar y tragar. Los perros saludables son glotones y tragones. La sopa era suculenta, en ella nadaban sus buenos trozos de carne y de legumbres. Para la segunda vuelta, pues hubo una segunda vuelta, habiendo desaparecido la atención, los chiquillos se pusieron a cotorrear, a chillar, a hacerse maldades... Cada vez se agitaban más, y todo hubiera finalizado por una tunda general si un excitante incidente no los hubiera sacado de su bullicio: una rata subía por una de las patas de la mesa.

—¡Una rata! —gritaban los chiquillos, en tanto que esta corría acá y allá entre los platos, los vasos, los mendrugos de pan, acosada por todas partes por los niños. Sentíase perdida. Su pelambre tenía sin embargo ese color familiar, tirando a rubio que era corriente en la casa. Con peladeras.

—¡Mátenla! —gritaba Marie—, ¡pero acaben de matarla, por Dios...!

Fue el mayor de los chiquillos el que tuvo el privilegio de matar la rata. Después que estuvo muerta, el resto de los muchachos la golpeó por puro placer. Martine apareció justamente en el momento en que Marie, su madre, teniendo a la rata aplastada por el rabo, abría la puerta para tirarla afuera. Balanceaba a la rata con el extremo de su brazo para así tirarla mejor, y Martine tuvo el tiempo justo de dar un salto de lado para no recibirla en la cara, que fue a caer en medio del patio. Martine se pegó a la puerta.

—Siéntate... —dijo su madre—, vas a estirar la pata. Y come.

—No tengo hambre... —Martine se dirigió hacia el fogón para calentarse—. Tengo frío —dijo.

—Vas a comer —Marie sonreía porque la cara se le había arrugado por completo—. Hay puchero, date gusto. Es el primer puchero como Dios manda después de la liberación.

Martine fue a sentarse al lado de su hermana mayor. Recogida sobre sí misma, con la cabeza entre los hombros, seguía allí, sus ojos negros y sin brillo bizqueaban sobre la cama abierta, sobre las sábanas que colgaban rozando el piso de tierra apisonada. Además del fogón había sitio en la habitación para un aparador y la armazón de una butaca con todos sus muelles a la vista. La puerta que daba a la segunda habitación se mantenía abierta gracias a una silla desfondada. Los chiquillos se rebañaban con pan la salsa que quedaba en sus platos y comentaban el episodio de la rata. Martine pasó ambas manos por sus cabellos que colgaban en trenzas negras y rectas, eran unas manos largas, claras, que apoyó en sus orejas.

—Come... —le dijo su madre.

Martine cogió la cuchara y miró la sopa en el plato mellado y rajado, con sus flores rosadas que se perdían en el fondo, bajo el líquido, la capa espesa de grasa, un trozo de carne de res y un hueso... Martine miraba las sopa también en la mesa, los migajones de pan nadando en el vino tinto derramado, las cáscaras...

—Come —le dijo la hermana mayor en voz baja—, mira que mamá está furibunda…

Martine hundió la cuchara en la grasa, se la llevó a la boca y se desplomó, con la cabeza hacia adelante, sobre la sopa.

Se produjo un alboroto como cuando el episodio de la rata.

—¡Dios de Dios! —gritó la madre—, ¿no ven que está enferma? Cójanla por los brazos que yo la cojo por las rodillas... ¡Vamos! ¡Robert! ¿No estás viendo que le arrastras los pies? ¡Qué calamidad...!

Acostaron a Martine en la cama camera sin hacer.

—¡Fuera de aquí! —vociferó Marie, y los chiquillos desaparecieron detrás del tabique, empujándose en la puerta para ir más rápido.

—¿Qué te pasa, pero qué tienes, mi pequeñina? —repetía Marie inclinada sobre Martine. Martine abrió los ojos... se vio en esas sábanas... vio la cara de su madre que no se movía, su sonrisa una vez por todas... Apretó los brazos contra su cuerpo, apretó las rodillas, los talones, los puños:

—Quiero irme —dijo.

Encima de ella la cara de Marie en el halo de sus cabellos encrespados no cambió de expresión.

—Soy tu madre —dijo—. Ya la mayor estaba ausente desde hacía un año con su meningitis tuberculosa, no pude evitar que se la llevaran, ya que pretendían que fue ella la que contagió a toda la clase, pero tú... tú no irás al preventorio, tú no estás enferma en lo mínimo. ¿Lo oyes?

—La mamá de Cècile me tomaría... Aprendería para ser peluquera...

Marie se echó a reír, sin que la expresión de su cara, de todos modos risueña, ni cambiara ni contradijera su risa:

—¡Empezarás haciéndote una permanente para ti misma! Te ves fea con las mechas lacias... y tal vez decolorártelas mientras estés allá para no desemparejar la familia... ¡Eres grande, Martine! ¿Te sientes mejor?

—No —dijo Martine—. Quiero irme.

—¡Mierda! —gritó Marie—. Pues devuélvele sus bolas a Dèdè. ¡Se las has vuelto a birlar! ¡Una urraca , eso es lo que eres, una urraca negra y ladrona, te robas todo lo que brilla, te he visto, con mis ojos te he visto enterrar mi frasquito de agua de colonia! ¡Y la cinta de Francine eres tú la que se la levantó, seguro…! ¡Una urraca! ¡Una urraca!

—¡Una urraca! —chillaron los niños, apareciendo en la puerta—, ¡una urraca negra!, ¡una urraca ladrona!

Poco a poco se habían introducido de nuevo en la habitación, brincando, gritando. Los incidentes sobrevenidos los habían desenfrenado, se sentían llenos de ansiedad, gesticulaban, hacían muecas, sacaban la lengua, echaban brazos y piernas a derecha e izquierda. El aire, arremolinado, hacía balancearse la lámpara de suspensión, y las sombras, grandes en demasía para la habitación la llenaban por completo, bailando sobre las paredes y el techo.

—¡Basta! —Marie distribuyó unos coscorrones, y los chiquillos desaparecieron de nuevo detrás del tabique.

Martine se escabulló de la cama y fue a sentarse junto al fogón.

—Vamos —dijo Marie—, ya está bueno de tontadas. Después de la escuela serás peluquera o lo que quieras. Dice la maestra que no entiende cómo tú estudias con tanto provecho. Y decir que yo, tu madre, nunca pudo aprender ni a leer ni escribir. Sin embargo, no soy más bruta que una otra cualquiera. Y tu hermana mayor es mi viva estampa: ¡a los quince años ni leer ni escribir! ¿Di, Martine, no quieres un poco de sopa caliente? Y ven a darme un beso. Es que la sangre te bulle en las venas hija mía, ya tienes un par de lindas teticas, una linda grupa y unas nalguitas como para comérselas, ¡picarona...! ¡A los catorce años!

Cogió a Martine en sus brazos , estampó sonoros besos en su pelo negro, en sus pálidas mejillas y en sus hombros. Como un cuerpo sin vida, encogidas las aletas de la nariz, cerrados los ojos, Martine se dejaba hacer. Un cuerpo de doncella-mujer, largo y liso. Su falda de lana oscura, corta y estrecha, parecía impedirle respirar, moverse. Marie la soltó:

—¿Quieres dormir conmigo? Te doy un ladito...

Martine se acercó aún más al fogón, tanto que casi se quemaba:

—Estoy enferma, mamá, tengo frío, me movería en la cama y te despertaría... acá tienes las bolas de Dèdè, me han gustado mucho.

Sacó dos bolas del fondo de su bolsillo.

—Quédate con ellas tontuela ... le daré otra cosa a Dèdè. —Marie deslizó las bolas en el bolsillo de Martine—. Te empeñas en pasar a la noche junto al fogón y, enferma como estás, te expones a caerte dentro...

—Podría ir a dormir en casa de Cècile.

Marie alzó una mano:

—¡Te quedarás en casa! Hasta tanto no tenga unas palabras con la peluquera... Por ella y por su Cècile ya se llevaron a mi niña grande y la metieron en el preventorio. Se ve que a esa peluquera no le hace falta el subsidio familiar, ¡le importa un comino que a una le quiten sus hijos!, que a una madre le arrebaten a su hija...

Insensiblemente Marie se había puesto de nuevo a gritar. Martine se levantó, recostó su silla contra la pared, cogió otra y la puso en frente para estirar las piernas. Marie seguía gritando. Del otro lado ya no se veía moverse a los chiquillos: dormían en la oscuridad, o preferían callarse viendo que las cosas parecían complicarse entre la madre y Martine. Martine se preguntaba si hacía mucho rato que Marie seguía gritando. Amodorrada por el calor no la escuchaba, y ya Marie se calmaba, cuando, repentinamente, Martine lanzó un grito:

—¿Qué te pasa ahora?

De un salto Martine había llegado a la puerta y la abría: afuera era una noche cerrada; la luz roja de la lámpara de suspensión harto mortecina para llegar hasta el umbral solo iluminaba el fango de la entrada de la puerta. Martine había salido... a tientas encontró el cestito que había dejado caer cuando viera la rata en la mano de su madre: “¡Con tal de que no se haya roto! ¡Oh, mamá...!”

Puso el cestito sobre la mesa, y Marie, llena de curiosidad, se acercó:

—¿Qué cosa es?

Martine sacaba del cestito un objeto un tanto más grande que la mano; estaba envuelto en papel de seda, muy blanco. Delicadamente le quitó el papel y apareció una virgencita adosada a una especie de gruta en forma de caracol; ante ella estaba un niño arrodillado. Estaba pintada con colores tiernos: azul cielo, blanco, rosado. Con la mano Marie limpió la mesa para que Martine pudiera poner la Santa Virgen:

—¿Te la dio la peluquera?

Martine afirmó con la cabeza mientras contemplaba la estatuilla. Marie la admiraba a su lado.

—Me la trajo de Lourdes… —dijo al fin Martine—. ¡Te imaginas si llego a romperla ...! Tal vez es milagrosa...

—No hay milagros, hija mía, te lo digo yo... Voy a apagar la luz, acomódate, pondré la virgencita encima del aparador para que los muchachos no la rompan.

—Espera, tiene un mecanismo... Te lo voy a poner a tocar...

Marie invirtió la estatuilla y le dio cuerda. Escucharon en silencio, extasiadas, un tenue, tenue avemaría varias veces seguidas.

—Basta —dijo al fin Marie—, no lo gastes tan pronto.

Marie se subió a una silla e instaló la Santa Virgen en lo alto del aparador. Martine volvió a sus sillas y la madre a su cama.

La cabaña, sumida en la oscuridad total, respiraba, roncaba, era recorrida por el correteo de las ratas... Martine no dormía: en esta estación las noches son largas, y como se vivía con el curso del sol las horas nocturnas eran larguísimas y ella no podía dormir tanto. Entonces se ponía a pensar en el hijo de Donelle, Daniel, hijo de Donnelle, Georges, el horticultor quien tenía plantíos de rosales a unos veinte kilómetros de la región. Daniel Donelle seguía formando parte desde siempre del mundo familiar de Martine, como el bosque, la iglesia, como el tío Malloire y sus vacas en los prados, las manzanas y las peras en espaldera en el huerto del notario, como la cooperativa de consumo, los adoquines de la calle Central, el calvero verde del bosque, que era una ciénaga en la que uno podía hundirse. Daniel tenía primos en la región, tres Donelle jóvenes, hijos de Donelle, Marcel, también horticultor como Georges Donelle, pero en escala menor. Todos los jóvenes Donelle tenían un aire familiar, aunque sus padres no se parecieran entre sí y ellos no se parecieran a sus padres. La joven generación, subalimentada durante la ocupación, era, con todo, más robusta: los jóvenes Donelle eran de estatura mediana, pero de constitución vigorosa, hechos para alcanzar una larga vida, como todo cuanto construyen los campesinos, como las paredes, los cercados... Tenían la cabeza redonda, el pelado corto, lo cual acentuaba la redondez de la cabeza, y sus buenas carotas redondas, siempre a punto de estallar de risa, de contenerse para no desternillarse, palpitantes las aletas de la nariz y los ojos arrugados. Para Martine, Daniel, el hijo del cultivador de rosas, era el más bello. Y sin duda era el más guapo, con el torso bien desarrollado y bien plantado sobre patas a las que tal vez les faltaba elegancia, pero que por su solidez no le temían a nada. Daniel estudiaba en París; allí vivía en casa de su hermana Dominique, casada con un florista, en el bulevard Montparnasse. Su tez tostada, campestre, había empalidecido después del primer año escolar parisino, pero se le tostó de nuevo con las vacaciones. Por otra parte la guerra y la ocupación habían cambiado rápidamente el curso de los acontecimientos. Vacaciones o no vacaciones se veía a Daniel sin cesar en la región, soldado a su bicicleta, haciendo sus sesenta kilómetros desde París de una sola sentada, y si iba además a ver a su padre, eran veinte kilómetros más. Para un alumno de bachillerato esto era demasiado tiempo disponible: ¡en invierno como en verano estaba en la carretera! Pero en esos años turbulentos el bachillerato quizás sí andaba sin orden ni concierto como todo lo demás. Era natural que la hermana de Daniel, Dominique, la florista, se alimentara, y Daniel mismo, y el marido de Dominique y su pequeño, por eso Daniel iba en busca de vituallas a la granja de su padre. Pero, en 1944, cuando los boches lo detuvieron por verificación de papeles en el camino, le encontraron debajo de la mantequilla y los huevos, en el cesto amarrado a la parrilla de su bicicleta, material sospechoso: tinta de imprenta y almohadillas sin usar... El alcalde de la ciudad, del otro lado del villorrio de Martine, allí donde estaba la cañada, abandonada durante la ocupación porque los boches iban constantemente en compañía de mujeres desvergonzadas, ese alcalde insistió inútilmente en que él le había pedido a Daniel que le llevara ese material para uso de la alcaldía. Daniel estaba preso en Fresnes y poco faltó para que se lo arrancaran. En eso llegó la liberación... Daniel había sido condenado a muerte con sus dieciocho años, su fuerza y su risa pronta a desbordarse. Había estado a punto de convertirse en un joven mártir, pero tan solo fue un joven héroe cotidiano.

Pero sus primos, demasiado jóvenes para colaborar, iban a pesar de todo a esa cañada ocupada por los boches: les gustaba bañarse. Y al mayor le gustaban los invasores, sobre ellos se expresaba en alta e inteligible voz. Tal sentimiento no le fue propicio porque repentinamente se secó, se le hundió el pecho y a los veinte años se encogió como un viejo de lo que no hay remedio. Perdió todo parecido con sus hermanos y con Daniel, y se arrimó al padre. Se decía en la aldea que había atrapado algo malo en la cañada, que los boches echaban en el agua un producto para desinfectarla, pero váyase a saber qué era y además que lo que era beneficioso para ellos no siempre es bueno para la gente del lugar... En suma, si los otros dos primos se alegraban de la liberación porque todo el mundo se sentía feliz con la misma y que de todas maneras habían renunciado a “tratar de comprender” el mayor se fue de la región. Pero no lejos de allí: se fue a trabajar en la plantación del padre de Daniel que necesitaba gente en sus rosaledas, ya que en ese entonces resultaba imposible encontrar brazos, había que esperar el regreso de los prisioneros de guerra.

En lo que se refiere a Martine, guerra o no guerra, ocupación o no ocupación, y tanto como pudiera acordarse de los días de su vida, veíase esperando por Daniel. Esto fue así desde siempre. Sin el constante pensamiento de Daniel el cuerpo de Martine se hubiera desplomado como un globo pinchado... Así pues eso tenía que ser de ese modo para siempre. Martine vivía con la imagen de Daniel dentro de ella, y cuando esa imagen se materializaba, cuando veía aparecer a Daniel en carne y huesos, el choque era tan fuerte que le costaba trabajo conservar el equilibrio. Y ahora, sentada en sus sillas, sumergida en la oscuridad, pensaba en Daniel Donelle.

El rojo encendido del fogón se iba debilitando y terminaría por extinguirse... Martine seguía despierta y ahora sentía frío.

Se había instalado en esas dos sillas para no dormir con su madre, en esas sábanas que solo se lavaban dos veces por año y cuyo olor Martine odiaba. Pero quedarse toda una interminable noche sentada en dos sillas, y para colmo sin dormir, es cosa dura y larga. De buena gana se hubiera acostado sobre la mesa, pero las ratas se paseaban por ella buscando los restos de comida, las oía correr... Al pasar rozaban a Martine, pero no se encaramaban. Con los ojos abiertos en la oscuridad pensaba en Daniel Donelle. En lo alto, a la derecha se advertía un resplandor... ¿De dónde venía? Martine buscaba maquinalmente un hueco en el zinc del techo, entre las tablas de las paredes ... y súbitamente sintió miedo:

¿De dónde venía ese resplandor? Tal vez había allí un animal grande con los ojos que le brillaban y presto a saltar… ¿Pero cómo podía estar tan alto? ¿Tal vez un pájaro? Martine alargó el brazo y, tanteando, temblorosa, su mano encontró detrás del tubo del fogón los fósforos... Con la mirada puesta en lo que brillaba en la altura ralló uno y adivinó más que vio la estatuilla de la Santa Virgen. El choque que experimentó fue casi tan fuerte como el que sentía cuando se encontraba con Daniel.

—¿Qué diablos andas haciendo? —le gritó Marie sentándose en la cama.

—¡Mamá... es luminosa! —Martine apuntaba con el dedo a la estatuilla.

—Santo Dios... —Marie suspiró y volvió a acostarse—. Me la van a volver loca a esta chiquilla... y cuando oiga voces...

El fósforo le quemó las yemas de los dedos... de nuevo la oscuridad se posesionó de la cocina. Martine, con los ojos abiertos en la oscuridad, con los nervios de punta, clavaba su mirada en la mancha luminosa y pensaba en Daniel Donelle. El insomnio era tenaz, la noche interminable... Podían ser las nueve, tal vez las diez... Tampoco la madre conseguía quedarse dormida pues de pronto dijo:

—Bien mirado puedes irte a dormir a casa de Cècile. Ahora que pienso: tu padre es capaz de volver esta noche a las andadas borracho como de costumbre... y tú desmayándote por un quítame allá estas pajas, más vale que no estés aquí...

Siempre en la oscuridad, Martine atrapó su chaqueta y se deslizó por la puerta… entró en otra noche, plena de aire, de lluvia, a través del cercado fangoso, corrió para el camino y cogió por la carretera. ¿Qué hora podía ser? ¿Y si era demasiado tarde para llamar en casa de Cècile? Martine corría a lo largo de la carretera central... un auto la atrapó entre sus luces... luego otro... solo vería la hora en la esfera del reloj de la iglesia, y eso si le daba el claro de luna... Pero cuando vio las primeras casas se tranquilizó: puesto que había luz en la casa del tío Malloire no podía ser muy tarde. Las calles estaban vacías, pero acá y allá se veían luces... En casa del obrero de la compañía del gas... en la del notario, en la plaza donde al fondo estaba la iglesia, y hasta el reloj, allá arriba, en la negrura del cielo, se puso gentilmente a dar la hora. ¡Lentamente, las diez! Era el tiempo límite... Martine llegó a casa de la peluquera, que estaba situada detrás de la iglesia, sofocada, jadeante, con una punzada en el costado. Tocó en la ventana. Se abrió la puerta y en la sombra en la que se adivinaba el aparato para hacer la permanente, parecido a un árbol, y el resplandor negro de un espejo, apareció la peluquera:

—¡Martine! ¡Qué hora de llegar! ¿No te has hecho daño?

—Mamá me dijo que prefería que me largara, pues mi padre vendrá esta noche.

—Bueno... entra, hija.









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